14.05.2010
Desde chicos, todos los uruguayos nos formamos en el pensamiento artiguista. Desde la escuela conocemos su célebre frase pronunciada luego de la batalla de Las Piedras: clemencia para los vencidos. Esta concepción forma parte de un sentimiento colectivo que impregna al conjunto de la sociedad.
Por lo mismo, no debería asombrarnos que esta semana una encuesta divulgara que un porcentaje muy elevado de la sociedad apoya la idea del presidente de que debería permitirse que las personas mayores de 70 años pudieran gozar del beneficio de la prisión domiciliaria. Incluso los que están condenados por graves violaciones a los derechos humanos.
La propuesta del presidente va en ese sentido, se basa en un valor ético que viene desde lo más hondo de la historia nacional, forma parte de una concepción que promovió un referente nacional del cual todos nos enorgullecemos.
Incluso el general Fernández al hablar el pasado 14 de abril en el Centro Militar hizo alusión a dicha frase aunque mintió de una manera descarada y alevosa. Durante el proceso las fuerzas armadas no tuvieron clemencia con los vencidos. Toda la ciudadanía lo sabe. Lo saben incluso los referentes de los partidos tradicionales que asistieron a dicha ceremonia.
Existe amplia documentación probatoria de que los servicios represivos ejecutaron a ciudadanos que se habían rendido y estaban indefensos ya desde la toma de Pando en 1969. En esa lista se inscriben las ejecuciones practicadas el 14 de abril de 1972 como represalia ante los atentados contra los integrantes del Escuadrón de la muerte y la matanza realizada en la Seccional 20 del PCU en abril de 1972 cuando 8 obreros que custodiaban dicha sede fueron fusilados en la vía pública mientras estaban con los brazos en alto.
Tampoco hubo clemencia con Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo, William Whitelaw y los trasladados en los diferentes vuelos clandestinos que se realizaron desde Argentina en esos años. Los cinco ciudadanos cuyos cuerpos aparecieron acribillados a balazos en las inmediaciones de Soca en diciembre de 1974 y que fueron previamente secuestrados en Buenos Aires son una perla de ese rosario sangriento en los años de plomo.
Miles de uruguayas y uruguayos fueron bárbaramente torturados y posteriormente recluidos en ultrajantes condiciones de encarcelamiento en los Penales que funcionaron a lo largo y ancho del país durante todo ese tiempo. Condiciones de reclusión extremas y aberrantes como lo documentó incluso la Cruz Roja Internacional en su momento y que han sido reflejadas en numerosos libros testimoniales.
Ni siquiera hubo clemencia con los niños, los hijos y los familiares de las personas que estaban detenidas. Durante el proceso cívico militar los y las parejas de los ex presos políticos sintieron en carne propia el dolor y el sufrimiento de tener a sus parejas detenidas injustamente en condiciones diseñadas especialmente para la destrucción. Debieron hacerse cargo del mantenimiento del hogar y del cuidado de los hijos. Afrontaron gastos extraordinarios para brindar el apoyo emocional y material a sus familiares. Fueron brutalmente maltratados por las autoridades de turno en los allanamientos, al realizar gestiones para su liberación y al visitarlos en los centros de detención. Con furia insana fueron hostigados en los planos laboral, familiar y social buscando su exclusión y su marginalidad, muchas veces lograda.
Los militares golpistas del proceso traicionaron el mandato artiguista en lo conceptual y en los aspectos más nimios, incluso, de su pensamiento. No tienen ni siquiera la valentía pública de reconocerlo aunque justifican lo hecho.
El pueblo uruguayo, masivamente, sigue repudiando la conducta de las fuerzas armadas durante el Terrorismo de Estado de la misma manera en que se pronunció en el año 80 cuando el plebiscito que ellas convocaron. Es un repudio amplio y extendido que se ha trasladado de generación en generación aunque los planes de estudio durante dos décadas hayan ignorado la enseñanza de ese período histórico.
El amplio porcentaje de la población que adhiere a la posibilidad de que esos criminales mayores de 70 años gocen del privilegio indebido de la prisión domiciliaria se inscribe en ese sentimiento nacional: repudio a los delincuentes pero clemencia para los derrotados políticamente por el viento de la historia.
Valorar las normas de DDHH.
La encuesta revela al mismo tiempo una cuestión que debería preocupar al conjunto de la sociedad: el bajo nivel de conocimiento de las normas de derechos humanos por parte de la población.
La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana. No es posible concebir un adecuado desarrollo social pleno y justo si los derechos humanos de las personas no se respetan y no se efectivizan en la vida diaria.
Los Estados tienen la obligación no sólo de respetar en su accionar los derechos de todos los ciudadanos sino de asegurar el libre ejercicio de ellos para una convivencia en paz, en libertad y con justicia en todos los planos. Esa es una obligación básica y esencial, un cometido inexcusable de todos los gobernantes: respetar y asegurar el libre ejercicio de esas libertades y de esos derechos.
Las violaciones a los derechos humanos atentan contra la vida social y contra el desarrollo de la sociedad. Algunas violaciones son tan graves que no solamente dañan a quienes las sufren directamente sino que ofenden a toda la sociedad, afrentan al conjunto de la humanidad.
La sociedad moderna considera que dichas acciones son graves y las denomina “crímenes de lesa humanidad”. Son crímenes que se cometen contra individuos o grupos de ellos por razones ideológicas o políticas, de sexo, de raza, de creencias religiosas, de orientación sexual y que golpean a la conciencia moral de toda la humanidad.
Son delitos cometidos por individuos pero que tienen una característica especial: son agentes o funcionarios del Estado, gozan de prerrogativas especiales, tienen poderes especiales y los tienen precisamente para respetar los derechos humanos de las personas y para garantizar el libre ejercicio de ellos a todas las personas sujetas a su jurisdicción.
Por ese motivo, dichas conductas son consideradas graves: las cometen personas que gozan de poderes especiales otorgados por la sociedad para que garanticen la libertad y los derechos humanos.
La desaparición forzada, el homicidio y la tortura, entre otras, son faltas graves contra los derechos de las personas y que por lo mismo son denominadas “crímenes de lesa humanidad” tanto por la normativa internacional de las Naciones Unidas como por la legislación uruguaya, muy específicamente desde la aprobación de la Ley 18 026 en setiembre de 2006.
Por su gravedad inusitada, por atentar contra derechos esenciales y básicos de las personas, por ser cometidas por personas que tienen poderes especiales y responsabilidades y obligaciones especiales frente al conjunto de la sociedad es que son delitos imprescriptibles ante el paso del tiempo. No caducan nunca y por ello a nivel mundial se sigue condenando a sujetos por crímenes cometidos hace más de 50 años en los campos de concentración nazis o en las zonas ocupadas por ellos durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque ahora esos ciudadanos que son juzgados y condenados cuenten con 88 años de edad y comparezcan ante los tribunales en sillas de ruedas.
Por el mismo motivo, esos crímenes son también inamnistiables y no pueden beneficiarse de ningún mecanismo parecido o similar que los libere de su condena o del cumplimiento de las penas que los jueces determinen en el marco de las garantías del debido proceso.
Las personas procesadas por crímenes de lesa humanidad son delincuentes que han cometido acciones aberrantes amparadas en los poderes especiales que tenían por ser agentes y funcionarios del Estado aunque esos poderes los hayan adquirido, lo cual es un agravante notorio, por medios ilegítimos como lo fue el golpe de Estado.
Quienes nos oponemos a que se otorgue la prisión domiciliaria a las personas procesadas por crímenes de lesa humanidad compartimos plenamente el mandato artiguista de clemencia para los vencidos. No nos anima ningún sentimiento de venganza o de revancha. Simplemente consideramos que para que Uruguay sea un país de primera, una sociedad plenamente democrática y justa, para garantizar el sentimiento colectivo unánime de Nunca Más terrorismo de Estado, hay que afirmar en la vida diaria las normas de derechos humanos y muy especialmente aquellas que condenan expresamente a los crímenes más aberrantes. Para que los potenciales perpretradores de nuevas aberraciones sepan que algún día serán juzgados y terminarán con sus días en una cárcel. Entre otras razones.
Maldita caducidad.
La interpretación que el gobierno del Dr. Tabaré Vázquez le dio al Artículo 4º de la Ley de Caducidad permitió que algunos de los casos más graves de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura hayan sido investigados y sus culpables juzgados y condenados.
Por diferentes motivos, solamente algunos han podido ser investigados judicialmente. Una pequeña parte. La Ley de Caducidad impide que se investiguen la mayoría de los crímenes que se han denunciado. Específicamente el secuestro y la desaparición de María Claudia García de Gelman trasladada a Uruguay embarazada para apropiarse de su hija Macarena.
Ante el archivo judicial de su causa Macarena Gelman recurrió ante la Comisión Interamericana de DDHH por denegación de justicia. La Comisión falló a su favor trasladando a la Corte Interamericana de DDHH la responsabilidad de condenar al Estado uruguayo. Sucederá a la brevedad, en los próximos meses.
Al mismo tiempo la Suprema Corte de Justicia, el 19 de octubre de 2009 en el caso Nibia Sabalzagaray, ya dictaminó que la Ley 15 848 de Caducidad de la pretensión punitiva del Estado es inconstitucional y violenta principios básicos del Estado de derecho.
La sociedad uruguaya, el Estado, el gobierno, sus poderes constituidos, los partidos políticos, tienen el enorme desafío de erradicar esta ley inmoral para que Uruguay pueda mirar de frente su pasado y construir un futuro digno, en democracia, en libertad y en justicia en todos los planos.
Las organizaciones sociales, cualquiera sea su cometido básico, deben contribuir a ello.
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